Romanticismo alucinógeno y cultura pop
Texto y mixtape por: Marcel Márquez
Gabriel Jiménez Emán
Entrada la década de los sesenta la Generación Beat ya estaba de regreso. William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouak le habían dado la vuelta entera en cola a un país, conocían más de la mitad del planeta y los rincones más oscuros de la mente humana. “Vieron a las mejores cabezas de su generación destruidas por el delirio, hambrientas, histéricas desnudas…” Ellos fueron alcohólicos, drogadictos y pentasexuales antes que cualquiera, lanzaron un aullido al mundo entero dejando claro que podían ser y hacer lo que les daba la gana, y que no eran existencialistas, ni poetas, ni beatniks, ni un coño, y que sencillamente estaban en la tierra para ser unos apasionados militantes de la vida. Por aquí pasaba Beny Moré metiéndole “...candela a Mozart, a Bethoven, a Vivaldi, los Beatles se salvaron porque le hablaron largamente de algo parecido a la caída de un reino...”. Después, en un hotel en Nueva York, Bob Dylan arrebató a los muchachos de Liverpool y en nubes de THC daban comienzo al proceso creativo de su era más psicodélica con el disco Revolver a la vanguardia.
Albert Hoffman luego de cristalizar el sueño sicodélico y sintetizarlo en terrones de azúcar decidió estacionar por un tiempo sus descubrimientos junto con la bicicleta, que años más tarde sería expropiada por los profesores Timothy Leary y Richard Alpert para invitar a todos los jóvenes del mundo a “sintonizar, prender y desconectar”, consigna que en la ciudad de Cambridge Syd Barret se tomaría literalmente con altas dosis de L.S.D para producir y componer en su mayoría The Piper At TheGates of Dawn, considerado el mejor disco de Pink Floyd y de la historia del rock psicodélico.
Mientras
tanto, Hunther Thompson fraguaba su carrera de Enfant
Terrible del periodismo acompañado de
una maleta narcótica recetada por su abogado (y el del diablo
también). El trance visionario de la glándula pineal de un suicida
fue el génesis de un cocktail literario para drogadictos que sin miedo
ni asco publicaría más adelante la revista Rolling
Stone para consagrar a “Fear
and Loathing in Las Vegas”, una
novela de culto de la literatura underground. En Gran Bretaña sus
majestades satánicas incrementaban su fortuna vendiéndole el alma
al diablo en módicas cuotas, con Aleister Crowley como
intermediario, y en 1967 sale al mercado Their Satanic Majestic Request, un disco con
una carátula en 3D y una imagen lenticular, que se convirtió en una
pieza fundamental del coleccionismo psicodélico.
En
New York la psicodelia se quedaba en la música y la música era un
hijo bastardo más de un proyecto transmedia y experimental en The
Factory, el bunker de operaciones del
artista plástico y director de cine Andy Warhol. Todo era blanco y
negro, las drogas también, y en un delirio anfetaminoso Lou Reed
sellaría una sociedad con Warhol como manager para producir TheVelvet Underground &Nico, disco
esencial para la melomanía psicodélica.
Charles
Bukowsky escogió la soleada California como el sitio ideal para
entrarse a coñazos con la vida, mientras escribía y acababa con su
hígado progresivamente. Goa Gil, por su lado, estaba emigrando a las
playas de Goa en India, dejando atrás el Flower
Power de Haight Ashbury con unos
cuantos panas muertos, presos y locos. Al mismo tiempo, TheSeeds encerrados en un garaje
le iban dando forma al psychedellic
garage con el sonido más underground
de la historia, para convertir este nuevo concepto en un subgénero
del rock. Antes que The Doors fueron
pioneros en la sustitución del bajo por teclas.
Para
Led Zeppellin no fue un problema vivir bajo la sombra de sus
coterráneos y colegas musicales. Mientras The
Beatles, Rolling
Stones y Pink
Floyd viajaban por distintas galaxias,
los Zeppellin construían una humilde escalera al cielo con la que
llegaron a conquistar nubes y estrellas, convirtiéndose en los
creadores del hard rock y ese sonido distorsionado donde el surco
quiere devorarse la aguja cuando se escucha en vinyl.
Carlos
Castañeda a través de “Las Enseñanzas de Don Juan” compartía
con el mundo las herramientas para aprovechar responsablemente las
plantas de poder como puente para el crecimiento y fortalecimiento
espiritual de toda esa juventud que estaba adoptando la cultura de
las drogas como forma de vida. Carlos Santana había ido y venido
varias veces y no sabemos si permaneció de este lado gracias a la
mescalina, al evangelio o a la guitarra. Lo que sí queda claro es
que para quedarse entre nosotros -los terrícolas- hizo un “Soul Sacrifice”.
“…El diablo no me llevará a mí solo…”
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